El olor a café recién hecho se cuela por la ventana del patio de luces. Invade la estancia, y tus fosas nasales de paso. El olor se hace intenso y vívido por un momento, unos segundos después ha desaparecido de tu espacio, y de tu nariz. Cuando el aroma del deseo envuelve tu espacio, sobra hablar de amor. A pesar de ello nos encanta que lo hagan. El ego se dispara, transportándote hasta un cielo poblado de nimbus, de diseño un tanto naïf, que se me
antojan ligeras. Por un momento, pienso si en un cielo lleno de nimbus el sol tendrá rayos tangibles como antenas, que puedas desantenar como las margaritas deshojar.
Basta.
¡Que dejen el amor para los necios y las buenas personas!
Donde esté el
deseo que devora, que provoca fiebres internas y viajes astrales en
busca del cuerpo del deseo. Es ahí donde tu cuerpo pedirá volver... Porque si hay algo que deleita hasta humedecer nuestros labios
mayores es... Que nos digan que nos desean.
Cómo medir la intensidad, la afinidad, la complicidad... Cómo alimentarla... Quizás abandonarla...
Extrañarla cuando todavía tintinea la llama en la vela, en la cerilla a
medio consumir. Hipnotizarse en su forma sinuosa, danzarina. Preocuparse
por una corriente de aire furtiva, que apaga la llama tan sólo un segundo que
parece eterno. Para volver a quemar y a encantarnos. Acunarla con ambas manos. Notar su calor y
arriesgarse a quemarse.
Intenso.
Objetivo: Pocos ayeres hacen anhelar una máquina del tiempo con un botón de pause. Para recrearnos en alimentar esa llama aún tintineante, con el aceite en el alambique o la cera que da cuerpo a una vela.
Tiempo jugando con fuego si has leído hasta aquí: Algunos ayeres.
miércoles, noviembre 06, 2013