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Todo lo que no es nuestro, prometemos haberlo robado. 

viernes, junio 03, 2011

12:40 p. m. - Pinocho Enjaulado

Foto: "Pinocho enjaulado", tomada por servidora una tarde de primavera en buena compañía cuando buscando una antigua sinagoga me topé con Pinocho, de madera enjaulado y con su nariz colgando de la pared. No pude hacer menos que tomarme un té, algo sweet poco chai, a su salud.


Pinocho me sonríe, señalándome sus cinco narices amputadas que cuelgan a manera de cuernos de alce, sobre el papel de flores en tonos verdosos, de cada una de ellas pende, un cordel rosa que sirve para atar con un lazo, exquisito en el detalle siempre, una etiqueta de papel reciclado, áspero al tacto y de color mortecino, como la poca luz que se cuela por la persiana a medio abrir que cubre la ventana. Me acerco a la primera nariz, su punta se ramifica en dos, así que al intentar girar la etiqueta para poder leerla, es inevitable que la otra rama me pinche el dedo corazón de mi mano izquierda,

-¡Mierda! – No he acabado de exclamar, que antes de que pueda chuparme el dedo corazón, ya está Pinocho, mirándome y reprochando, la palabrota utilizada, girando la cabeza de lado a lado, su lengua de madera hace un chasquido, propio al del pájaro carpintero sondeando antes de hacer el agujero. Con un gesto de sus dedos palitroques, me anima a leer las cinco frases.

Vuelvo a acercarme y ésta vez con la mano derecha, sin dejar de chupar mi dedo corazón que parece no querer dejar de gotear, leo la primera de las frases, al hacerlo veo que está escrita a mano y con pluma en tinta negra, me pregunto si las habrá escrito Pinocho, pero con esos palitroques por dedos, sólo de imaginarlo una risa tonta se me escapa, enseguida me corrijo al observar de reojo cómo las cejas de Pinocho, dos láminas raspadas de cedro, se alinean en una recta casi perfecta. Leo en voz alta, las cinco frases de un tirón: “Cuando me acerqué vi que se trataba de un perro muerto. Me agaché y palpé su cuello en busca de alguna medalla identificativa. Llevaba una: pequeña, redonda, de oro, con la imagen de la virgen del Pilar. La había comprado su madre cuando fue a Zaragoza. Al llegar la tiró a la basura con rabia y juró que nunca más volvería a tener una.”

-¿Y bien? – Le pregunto a Pinocho, observando atentamente su nariz, sus ramitas pequeñas como vellos incipientes, cualquier cambio en sus caparretas haciendo el mismo efecto a la vista que barritos negros.

-Si eres capaz de escribir algo con ello, algo sublime, habrás ganado la apuesta y haré lo que tú quieras y no quiero condicionarte, –tan pronto como pronuncia la palabra “condicionarte”, una caparreta mayor que las demás se postula henchida en la punta de su nariz, queriendo parecer una verruga más que un barrito–, sabes que ante todo lo hago pensando en ti. – Aquí ya es descarado la proporción que está adquiriendo una de sus ramitas, en el lateral izquierdo.

-Lo que yo quiera… – repito arrastrando la última palabra como en un susurro, le observo sin pestañear, mientras acabo la frase­–, incluso meterte la jaula.

- ¡Incluso meterme en la jaula! –Exclama feliz, mientras se bifurca la rama, alrededor de la caparreta de la punta de la nariz.

Hace tiempo que ha dejado de sorprenderme la procacidad de crecimiento de las ramitas de Pinocho, comprobar que lo que dicen en los cuentos de toda la vida, es una mentira mas gorda que lo que alcanzan sus ramificadas narices, y es que en qué cabeza cabe que la nariz siendo de madera se alargue sin más, como un bastón extensible, dicen las leyendas urbanas que todo eso fue producto del gremio de los ilustradores de cuentos infantiles, ya se sabe que se tarda menos en dibujar un bate de baseball por nariz, que el árbol de la vida. Tengo que decir que al principio incluso me entretenía en adornarle las narices, con bolas y algodón de nieve si era invierno y la Navidad acechaba. Con divertidas e irregulares caracolas agujereadas si era verano, acompañadas de frágiles estrellas de mar, que con sólo tocarlas se desvanecían en polvo, de color mustio a falta de mar. Con guirnaldas de castañas y hojas secas recogidas del parque, si estábamos en octubre. Hojas secas que no le hacían ni puñetera gracia a Pinocho, porque me decía que yo no me decoraría el cuello con un collar de huesos. Todavía recuerdo ese día, me reí hasta casi mearme, de hecho las bragas se me humedecieron y aún reía cuando las bragas pasaron de tibias a húmedas y frías. Un desconcertado Pinocho me observaba con sus ojitos de madera redondos, lisos y perfectos, como canicas perfumadas para armario, cuando le solté por toda respuesta,

-¿Tú no sabes lo que es el marfil, verdad?

Ahí fue cuando empecé a amputarle las narices, para poder decorarlas a mi antojo, y destinamos una pared para ello, esa es otra de las mentiras de los cuentos de toda la vida, la nariz no se encoge, ¡hay que podarla! Pero como todas las novedades, la ornamentación había perdido el interés iniciático. Tanto es así, que si no me apartaba sus ramitas tiernas, podían llegar a herirme como astas de venado. Donde antes veía un paraíso de la decoración nasal, y no hablo de vulgares piercings, ahora veía simples ramificaciones, sin ton ni son. Un poco descuidadas, al estilo de un jardín inglés. Y ahora casi prefiero a un Pinocho más recogidito, más mesurado, más ornamental, todo él. He encontrado una jaula, bonita, donde cabría sentado perfectamente, barnizada en blanco roto con efecto decapado, que resalta enormemente sobre el papel verdoso estampado en flores, y que he situado sobre la mesa camilla de la esquina. Pero que no hay forma de meterlo, dice que es por la nariz que se le enreda en la trampilla de entrada y que no hay manera.

Desato las cinco frases de sus lazos rosas, y me siento en el escritorio que hay junto a la ventana, subo un poco la persiana y el haz de luz que entra, ilumina un camino de polvo flotante sobre la estancia. Escribo. Me parece que durante largo tiempo, tan largo como lo que se tarda en saborear un cucurucho de chocolate, intentando lamer con sumo cuidado el helado derretido sobre la galleta, dando pequeños mordiscos en la galleta con los incisivos, lamiendo después de cada mordisco, y llegar así a la punta prometida del cucurucho, donde se acaba el helado y empieza el chocolate negro, frío, amargo y tan duro todavía que lo pasas de los incisivos a los molares, haciendo que se derrita en la parte posterior de la lengua, rozando las amígdalas, que imagino en ese momento cubiertas de la negrura del chocolate fundido.

Me levanto satisfecha de lo que he escrito, Pinocho está impaciente, hago el intento de dárselo, pero enseguida le retiro la mano, riendo, jugando. Me persigue por la habitación, sus piececitos de madera, parecen zuecos al trote. Me paro, y él intenta en vano, saltar para alcanzar mi mano alzada. Arrugo el papel y lo lanzo de manera distraída pero certera dentro de la jaula. Pinocho no se lo piensa y encaramándose a la mesa camilla, intenta atravesar la trampilla de la jaula de un salto, pero su nariz, le impide entrar y con sus dedos como palitroques, no se lo piensa y se rompe un par de ramitas, consigue llegar al centro de la jaula. Coge el papel hecho una bola, y se sienta para leerlo. Al acabar, una sola palabra se escapa de su boca haciendo un mohín, tan bonito como el chancro del manzano,

-Sublime.

El papel arrugado cae dibujando caprichosas volteretas antes de tocar el suelo, dos segundos más tarde. Cae boca abajo, lo recojo y acercándome para cerrar la trampilla de la jaula, se lo vuelvo a leer a Pinocho, pero en realidad lo leo para mí:

Fíjate que no sabía cómo agradecerte que me dijeras que me acercara y comprobara lo que había escondido tras los arbustos, tú siempre pensando en mí y sin condicionarme. Cuando me acerqué vi que se trataba de un perro muerto. Me agaché y palpé su cuello en busca de alguna medalla identificativa. No llevaba ninguna. ¿Sabes?, no te lo dije entonces, pero incluso después de enterrarlo en la parte posterior del jardín y de que tu me regalaras tu nariz para poder colocarla sobre la tierra removida, a falta de una cruz de madera. Ese pensamiento me turbó durante muchas noches y algunos días. Yo tampoco llevaba ninguna medalla identificativa. Empecé a fijarme en mis amigas, en concreto en mi mejor amiga, Alicia. Ella llevaba una: pequeña, redonda, de oro, con la imagen de la virgen del Pilar. La había comprado su madre cuando fue a Zaragoza. Y por detrás tenía grabado en cursiva, “Alicia, junto con su fecha de nacimiento”. Era perfecta. Si moría enseguida tenían toda la información necesaria para una mini lápida, nombre, fecha de nacimiento y a continuación la fecha del fallecimiento. Perfecta. Mamá no entendió que yo quisiera una también, una medalla me refiero, insistió en que siempre pido, y que no valoro lo que tengo, señalándote a ti, mi Pinocho. Fue ese el día que al llegar del colegio, entré en la cocina y sin mediar palabra, te tiré a la basura con rabia y juré que nunca más volvería a tener uno. La abuela me vio, y mientras me preparaba un vaso de leche caliente a la naranja, con galletas maría dijo, muy solemne ella, “que los pájaros más bellos habitaban en jaulas doradas, precisamente por su belleza, y que es de humanos, intentar siempre destruir la belleza en lugar de admirarla”. Sé mi pájaro, Pinocho. Deja que admire la belleza de tus mentiras. Teniendo tus narices para decorar mi tierra por remover, ¡quién quiere medallas!


Objetivos: Debo huír de mi coherencia.

Tiempo robado y enjaulado si has leído hasta aquí: Una tz. y 1/2 de té.

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